El
primer amor, el imposible, llega en la escuela. De eso no hay duda.
En la época
en la que asistía a la escuela local, yo era un chico normal, de uniforme
impecable, apuntes ordenados y gafas relucientes. Mis maestros, casi todos a
punto de retirarse no recibieron nunca una queja de mi parte, tampoco se
quejaron de mi comportamiento tan poco escandaloso.
Era
entonces el inicio de un nuevo año escolar y, a todos, nos sorprendía la
noticia del retiro de la señorita Cristina, quien durante más de 10 años había
sido nuestra maestra de inglés y, créanlo o no, también era nuestra maestra de
matemáticas, era, sin lugar a dudas una
mujer de esas que están casi extintas en el mundo de hoy. Para su remplazo una
nueva persona tendría que ocupar su lugar, era algo que yo personalmente no creía
posible. Pero entonces pasó, entró la maestra nueva al reducido salón de clase,
su nombre era y sigue siendo Sara, verla con su bolsa de tela morada entrar por
la puerta y caminar con elegante paso de bailarina directo al pequeño
escritorio, supuso para mí el comienzo de una nueva historia. Pero esta era una
historia en el que el protagonista principal no llevaría jamás mi nombre.
La
señorita Sara tenía el cabello de un negro que sólo te podía transportar a algún
lugar del vacío universo; unos ojos hermosos, a pesar de no ser ni verdes ni
azules; solía ser, casi siempre una mujer de sonrisas espontáneas y ligeras,
pero también, espontáneamente, podía oscurecer el mundo cuando dichas sonrisas
y sus consecuentes hoyitos en las mejillas desaparecían. Era además una
señorita joven, quizá demasiado joven para estar remplazando a la retirada
señorita Cristina, sin embargo, ocupó su lugar como si toda la vida se hubiese
preparado con ese propósito.
Yo,
por mi parte, pretendía hacerme el indiferente a sus encantos, quería que mi
vida escolar no cambiara en lo absoluto y, por algún corto espacio temporal lo
hice con mucho éxito, pero supongo que a veces simplemente no puedes escapar a
lo inevitable, simplemente, terminas cediendo a la vida y cambiando aquellos
pequeños planes que tenías como seguros. Fue así como supe que estaba
condenado, pero mi condena no era para cumplir fuera de este mundo o llevando a
cabo penosos castigos en público, mi condena era la de llevar en mi pecho el
peso de un amor que supuestamente no debía existir.
Aunque
mi concentración ciertamente bajó en cada asignatura, seguí destacándome por
mis logros académicos, especialmente en inglés y en matemáticas, estas dos
materias dictadas por la profesora Sara habían sido siempre el mayor motivo de
mi orgullo escolar, sin embargo, algo comenzó a cambiar con rapidez.
Con
el paso del tiempo, me hice un experto en el uso del verbo To Be, el
subjuntivo, el presente y el pasado simple y casi todas las formas gramaticales
que suelen enseñar en los colegios bogotanos, además de comprender casi
perfectamente las tareas de “listening” que en las evaluaciones nos ponía la
maestra Sara. En matemáticas pasaba lo mismo, funciones trigonométricas, ecuaciones
y gráficas exactas, y con un pequeño toque artístico, llenaban las hojas de mi
cuaderno. Todo podía ser superado. Pero pasara lo que pasara, siempre en las
revisiones tenía que encontrarme con esos grandes ojos fijos, y con ellos
encontrarme también con esa pequeña certeza de vida que se encuentra en la
persona a quien amas, esa sensación de no ser el dueño de tu vida porque
indudablemente siempre ha pertenecido a alguien más.
Era
todo, tenía que afrontarlo, no podía esconder más el hecho de estar
perdidamente enamorado de mi profesora de inglés y matemáticas. Como ella
parecía ser una persona sensible por el arte, decidí entregarle mis mejores
poemas, escribir cada noche, para conquistar cada mañana era mi objetivo, pero
a pesar de mis múltiples esfuerzos y técnicas poéticas, la señorita Sara leía
los poemas y sonriendo cariñosamente decía después de cada entrega “que
hermoso, pero, dímelo con números”. No tenía ni idea de a qué se refería su “dímelo
con números” si se burlaba de mi o si me alentaba a escribir mejor no lo sabía,
sin embargo trataba de entenderla a como diera lugar, incluso, como en el poema
del maestro Jorge Salas, aprendí a traducir el idioma de sus ojos fugaces y a
entender el idioma extranjero de sus sueños, pero ella, la señorita Sara,
insistía con su frasecita de cajón “dímelo con números”, creí que como era
maestra de matemáticas mi labor sería entonces escribir un poema con funciones matemáticas
y complicadas fórmulas. Cosa que no pude hacer nunca.
Leer
en este momento esos poemas matemáticos que me atreví a escribir para
conquistar a la maestra me llena de nostalgia, pero también de vergüenza, cosas
tan simples como “si sumamos uno y uno/ la respuesta será un dos/ hazme caso
entonces mi niña,/ tú eres un uno y yo sigo, sin poder formar mi dos” aparecían
en mis diarios y cuadernos, poemas tiernos sin duda, dichos con números al
parecer, pero la inalcanzable maestra de inglés seguía insistiendo y diciendo “dímelo
con números”.
Puedo
asegurar que por ella pase noches en vela, trataba de descifrar el misterio de
su eterna petición, rogaba con la luna porque llegaran a mí pistas para
resolver el asunto, y cada vez que pasaba un cometa pedía el deseo de tener a
la señorita Sara entre mis brazos y dormir con ella y en ella para siempre. Me
estaba volviendo loco, veía en el cielo de las mañanas pequeñas nubes que
confundía con estrellas fugaces, que amablemente se detenían para recibir mi
deseo, y veía en el pasto y los árboles figuras de números bailando y sonriendo
sin cesar, luego la veía a ella y simplemente no podía pensar más.
Ha
pasado algún tiempo desde que conocí a mi maestra, unos años han escapado entre
mis dedos como arena que le sigue el juego al viento. Ya estoy en la
Universidad, estudio para ser maestro de inglés, pero cada vez que puedo visito mi antiguo
colegio con un poema nuevo en mi mochila y la ilusión de recibir de ella un
beso. Sin embargo, hoy es diferente,
creo que ya entendí lo del número, no tenía nada que ver con lo que he escrito,
pero el número si tenía que ver con nosotros, y no tiene que ver tampoco con
Benedetti y su frase “en la calle codo a codo somos mucho más que dos” porque
ahora entiendo que cuando este con la profe Sara, mis palabras dirán sólo una
cosa: Hemos sido dos desde que nos conocimos, tú con tus clases y tu rol de
maestra, y yo con mi papel de estudiante, indudablemente hemos sido simplemente
dos, pero te invito a quedarte conmigo desde ahora, podemos ser juntos un
número diferente, acompañándonos en cada momento seremos un uno y si Dios así
lo permite, llegaremos a ser un uno eterno. Te quiero.
Diego
Ruíz Febrero 2014